Tudela

Aquel verano de 1802 en que Tudela recibió al rey Carlos IV

Cualquiera puede observarlo en los varios retratos que Goya pintó; pero el que da una visión más veraz del aspecto que ofrecía Carlos IV cuando llegó a Tudela es el cuadro ‘La familia de Carlos IV’, pintado en 1800. Aparece en él un hombre entrado en carnes, cuyo rostro refleja un carácter abúlico y bonachón. El rey contaba, por entonces, 54 años

La familia de Carlos IV es un retrato colectivo pintado en 1800 por Francisco de Goya. Se conserva en el Museo del Prado de Madrid
photo_camera La familia de Carlos IV es un retrato colectivo pintado en 1800 por Francisco de Goya. Se conserva en el Museo del Prado de Madrid

¿A qué se debía el viaje real a la Ribera, en plenos calores veraniegos? Evidentemente, no fue un viaje oficial en toda la regla, más bien podríamos calificarlo de relámpago y se inscribe dentro del que la familia real realizó a Barcelona con motivo de la boda de su hijo Fernando (luego Fernando VII), con María Antonia de Borbón, princesa de Nápoles. En el trayecto de Madrid a Cataluña, descansaron algún tiempo en la ciudad de Zaragoza y fue entonces cuando el rey decidió visitar las obras del Canal Imperial, en el Bocal, que estaban recién terminadas. Fue este el motivo por el que Carlos IV llegó a Navarra. Sin embargo, no pasó de Tudela. 

Además de la visita al Bocal, puede que el gobierno pretendiese limar las asperezas que se estaban produciendo entre Navarra y el poder central por cuestión de los Fueros. Tengamos en cuenta que el todopoderoso ministro Godoy se mostraba empeñado en suprimir los fueros y libertades de Navarra como puso de manifiesto R. Rodríguez Garraza en su libro ‘Tensiones de Navarra con la Administración Central (1778-1808)’. A nivel internacional, España se encontraba desde hacía años atada a la política de Napoleón que llevó a la guerra contra Inglaterra y Portugal. Pero aquel año de 1802, tras la paz de Amiens con los ingleses, parecía que volvían los buenos tiempos. Desgraciadamente, era solo un espejismo, pues España caminaba a grandes pasos hacia el conflicto final, más conocido como Guerra de la Independencia (1808-1814). 

Aunque los libros de historia de Navarra apenas mencionan la visita real, en el Archivo Municipal de la ciudad de Tudela, Libro 18: ‘Proclamaciones, exequias y tránsito de personas reales por Tudela’, existe un relato firmado por Yanguas, que proporciona datos interesantes. Una lectura atenta del documento pone de manifiesto la premura e improvisación con que se hizo el viaje. A mediados de agosto llegaron noticias que el rey tocaría los confines del Reino pero sin tener claro si se hospedaría en Tudela, lo que hizo que los munícipes estuvieran en ascuas. Hubo que esperar hasta el 26 de agosto para tener confirmación definitiva de la llegada de Carlos el día 30. Fueron jornadas frenéticas para el ayuntamiento, pues además del séquito real hubo que buscar acomodo al Virrey de Navarra, a la Diputación en pleno, así como a diversas corporaciones municipales que llegaron para besar la mano de Su Majestad. Por otra parte, fue preciso habilitar arcos triunfales y engalanar con tapices las calles por donde discurrió el cortejo. Incluso se prepararon festejos por si la augusta persona tenía a bien presenciarlos. 

Escalera imperial palacio Marqués de Huarte
Escalera imperial del palacio del Marqués de Huarte, actual sede de la Biblioteca Municipal, lugar donde se hospedó en Tudela Carlos IV

Llegan las autoridades navarras

La primera en presentarse fue la Diputación del Reino, cuyos miembros se hospedaron en el viejo palacio del marqués de Montesa, (hoy desaparecido) que se levantaba en la actual plaza de San Salvador. Allí acudió el ayuntamiento en visita protocolaria el 26. Fueron recibidos con maceros vestidos de gramallas y conducidos hasta la “sala de etiqueta” donde les esperaba el abad de la Oliva, presidente de la Diputación. Al día siguiente arribó el Virrey de Navarra, marqués de las Amarillas, precedido de 200 hombres del Regimiento de Infantería de África y un escuadrón de caballería. Aunque se alojó en la flamante casona de D. Joaquín de Aperregui, sita en la calle La Rua, el virrey mantuvo una actitud casi despectiva con el ayuntamiento, quien dejó constancia amarga en la crónica del viaje. El 28, alcanzaron Tudela los altos tribunales del reino de Navarra, como el Consejo Real o la Cámara de Comptos, que recibieron acogida en el convento de frailes dominicos. También llegó la ciudad de Pamplona que pretendió entrar en Tudela con sus enseñas, lo que originó un pleito.

Para entonces, la corte real y su numeroso séquito, que había dejado Madrid el 12 de agosto, se hallaba ya en Zaragoza, donde fueron objeto de una gran recepción, muy propia de la época con ofrendas de los diversos gremios y barrios, actos religiosos, desfiles militares y corridas de toros que llenaron los días hasta su partida el 2 de septiembre. El viaje a Navarra, con la visita a las instalaciones del Canal Imperial estaba prevista para los días 30 y 31, pero tuvo una particularidad pues la realizó sólo el rey, ya que la familia quedó en Zaragoza. El plan de viaje era el siguiente: de Zaragoza, muy de madrugada y por el Canal Imperial, navegaría hasta Mallén donde comería y reposaría un tanto. Luego, penetraría en Navarra dirigiéndose hasta Tudela donde haría noche. Al día siguiente, tras visitar el Bocal, volvería por el canal hasta Pedrola. A la tarde, a Zaragoza. 

Recibimiento al rey y festejos 

Mientras tanto, con celeridad pasmosa, Tudela había preparado en la muga divisoria de su término municipal con Fontellas un “arco campestre adornado con parrales cubiertos de uvas y otras frutas (…) con un letrero que decía: Tudela a su augusto Soberano”. Más adelante, en lo que hoy es Avenida de Zaragoza, en la zona más cercana a la ciudad, junto a las tapias del convento de clarisas, erigieron otro arco gigante que iba de una a otra parte del camino simulando una de las antiguas puertas de la ciudad. En uno de sus costados se habilitó: 

“…un tablado bien adornado de damasco con dos gradas y sobre él los Bancos de Terciopelo de la ciudad. Se dispuso un Palio Magnífico (por si lo admitía S.M.) que lo habían de llebar los alcalde, Regidores, Padre de Huérfanos y Secretario (…) Para todos se hicieron a costa de la Ciudad vestidos de golilla de paño de seda, y capas de lo mismo. La tela de las mangas de Tisú de oro, y el sobretodo de tafetán blanco, sombrero de copa alta con un plumage fino encarnado. En esta forma vestidos todos con cadenas de oro y veneras salieron todos a las cinco de la tarde del treinta de agosto de la Casa de la Ciudad, precedidos de clarines, timbales, maceros, y demás sirvientes”. 

¿Quiénes eran los miembros del ayuntamiento vestidos de aquella guisa? La relación se apresura a trasladar sus nombres. Entre ellos vemos al alcalde Diego Huarte y Escudero, marqués de Huarte y al concejal Joaquín de Aperregui y Montesa. El tesorero portaba una bandeja de plata con las llaves de la ciudad que serían ofrecidas al rey, si paraba y tenía a bien aceptarlas. Acomodados en el tablado esperaron pacientemente la llegada de S. M. Al fin, una nube de polvo indicó que el séquito real se acercaba; luego se oyó el galope de los guardias de corps y tras ellos, en la recta del camino, se vislumbró la carroza real. Bajaron del estrado los munícipes, se colocaron apresuradamente en fila, pero el coche “que venía muy precipitado” no paró, aunque el rey “asomado a la ventanilla mostró mucho agradecimiento y fineza”. 

La desilusión del gentío y el bochorno que sufrió la corporación fueron tan evidentes que la misma crónica se apresura a colocar una nota explicativa: “Se padeció el error de no enviar diputados a Mallén a suplicar a S.M. hiciere su entrada a pie en la ciudad y como el Rey estaba ignorante de los deseos de esta no paró el coche.”  

Mientras tanto, la comitiva real se perdía por la Carrera, y atravesando la Plaza Nueva, siguió en busca del palacio de Huarte, magnífico edificio situado en la anchurosa calle de las Herrerías, que tuvo el honor de servir de hospedaje. En sus salones, hoy ocupados por la Biblioteca y el Archivo Municipal, recibió Carlos IV a las diversas corporaciones. La de Tudela acudió una vez que el rey hubo reposado el viaje. El marqués de Huarte, como alcalde y también como anfitrión, pues estaba en su propia casa, dirigió un discurso al monarca ofreciéndole las diversiones preparadas por la ciudad, entre ellas bailes y toros. El rey excusó de asistir a la corrida por tener que despachar abundante correo y madrugar al día siguiente, pero haría gusto de las demás diversiones. Y, efectivamente, acabadas las visitas protocolarias, quiso saludar al gentío que se agolpaba frente al palacio:

“Desde el punto que acabaron las visitas, el Rey se presentó en el Balcón de las Herrerías, y con su propio vestido salió tres o quatro veces al Balcón, después se desnudó, y en cuerpo de camisa y con incomparable marcialidad rebosaba en júbilo de ver a sus vasallos, que parecían dementados de gozo de mirar a su soberano.”

Poco después comenzaron los festejos preparados por el ayuntamiento, mientras las calles principales, singularmente la Carrera de las Monjas, aparecían con luminarias y colgantes. Primero salieron doce labradores con sus yuntas que “hacían ademán de ir sembrando un saco de peladillas que cada uno llevaba, mas esto se lució mui poco por lo extraordinario del concurso y confusión entre los que recogían la confitura.” Continuaron doce labradoras que bailaron y cantaron acompañadas de panderetas.

“Al concluir se presentaron dos carros enramados con dos cubas de vino que se repartió francamente brindando todos a la salud de S.M. Entre tanto los doce labradores y doce labradoras, desnudando el traje de encima quedaron de jardineros; y subiendo a un tablado bailaron una contradanza con aros de flores en que hicieron mil vistosos tejidos.

Y todo esto estuvo mirándolo S. M. desde el Balcón con mucha complacencia, y no se quitó de él, hasta que se concluyeron las diversiones.” 

 Al día siguiente hubo novillada en la Plaza Nueva a la que no asistió el Rey pues había marchado al Bocal para contemplar las recientes obras del Canal Imperial de Aragón, singularmente la flamante Casa de Compuertas. Una vez allí, accedió al embarcadero para subirse a uno de los barcos que lo llevó hasta Zaragoza. 

Así fue la fugaz visita de Carlos IV a Tudela que, sin embargo, dejó huellas visibles en el palacio de Diego Huarte y Escudero, pues éste hizo colocar en la fachada unas cadenas en memoria de haberse hospedado en aquella casa el rey. Pero los tiempos revueltos que siguieron tampoco dejaron en paz las cadenas, pues pocos años más tarde, en 1821, tal distintivo dio lugar a un pleito por considerarlas símbolo de vasallaje.